Estaba leyendo el libro Boulevard Sarandí, de Milton Schinca; cuya lectura me ha apasionado. Con sus pinceladas sobre los comienzos de Montevideo, tiene un apartado sobre los impuestos. Y me pareció interesante compartirlo, porque más allá de la historia, demuestra porqué el cobro de los «impuestos» es algo que debe ser por el «imperio» de la ley, y no surtiría efecto si fuese «voluntario». Esto contrasta con esa imagen que nos hemos apropiado los uruguayos de autodefinirnos como que: «el uruguayo es muy solidario». ¿Porqué somos solidarios con algunas organizaciones sin fines de lucro y no somos solidarios pagando nuestros impuestos?.
Hay muchas teorías, como por ejemplo de las más comunes es decir que lo que se paga va para unos pocos y que siguen alimentando la burocracia, pero en cambio cuando el dinero va a esas organizaciones, ese mismo pueblo no le interesa saber qué sucedió con el dinero. Quizás para que fuese igual, tendría que existir un cambio de mentalidad que el pagar impuestos generara la misma sensación del deber cumplido que cuando se regala dinero para una ONG. ¿Porqué no se puede pagar los impuestos por teléfono?, por ejemplo el monotributo, el iva mínimo, anticipos de IRAE, el impuesto de primaria, la contribución, etc; en cambio sí se permite donar por teléfono. Ejemplos de estos temas se ven cuando uno va a una panadería y no cierra la caja, es claro que ese comercio no está facturando pero ¿Quién le va a decir algo?, socialmente no está penado. Cuando un comercio no emite la factura, ¿Quién va a decir algo?, cuando se compran en las ferias, cuando se compra en la calle a los puestos que son verdaderas empresas móviles, ¿A dónde van a lavarse las manos?, ¿O dónde van a hacer sus necesidades? … vayamos a lo que me llamó la atención.
Dice Milton Schinca:
«Montevideo era tan pobre en sus comienzos, como ya fue dicho, que resultaba imposible aplicarles impuestos a sus pobladores, por más que hacía falta encarar obras de interés general. Así, a cuatro años de fundada nuestra ciudad, se resuelve edificar el hospicio, el de San Francisco, que atenderían dos sacerdotes y dos legos. Pero como el flamante poblado aún no generaba recursos propios, y sus habitantes vivían en la pobreza, se decidió no aplicar impuestos obligatorios y sí solicitar la colaboración voluntaria de los vecinos.
Reunieron a los pobladores en la capilla del Fuerte, y allí, sin obligar a nadie, se pidió que quienes pudieran hacerlo, donaran alguna contribución. No fue mucho lo obtenido, a decir verdad. Jorge Burgues, a pesar del mayor compromiso que suponía su condición de cabildante, se anotó con 4 fanegas de trigo, 3 reses, y 4 carretadas de leña, pero anuales. Un poco más generoso se mostró otro cabildante, don José de Melo, quien prometió contribuir con igual cantidad de fanegas de trigo, 6 carretadas de leña, y 12 reses. En cambio Cayetano de Herrera no fue más allá de una fanega de trigo. Y así otros. Pero hubo varios que manifestaron «no quiero» o «no puedo». Los frailes franciscanos, a pesar de la cortedad de los aportes, agradecieron lo mismo la buena voluntad del vecindario, y el hospicio llegó a fundarse.
A lo largo de esos primeros y penosos años montevideanos, se intentó aplicar varias veces el sistema de impuestos voluntarios, pero nunca los resultados fueron demasiados gratificantes, como era fácil vaticinar.»
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